jueves, 29 de septiembre de 2011

Fiesta de los Santos Miguel, Gabriel y Rafael

San Antonio de Padua en estado de misión
29 de septiembre
Fiesta de los Santos Miguel, Gabriel y Rafael,
Arcángeles 

La Sagrada Escritura y la ininterrumpida Tradición de la Iglesia hacen ver dos aspectos significativos de la identidad del Ángel. Ante todo, es una criatura que “está delante de Dios”, orientada con todo su ser hacia Dios. Es sintomático que los nombres de los tres Arcángeles terminen con la palabra ‘El’: Dios está inscrito en sus nombres, en su misma identidad. Su naturaleza es la existencia en Él y para Él.



Esto nos lleva a otra dimensión de los Ángeles: son mensajeros de Dios, llevan Dios a los hombres, abren el Cielo y, de este modo, abren la tierra a la Verdad, como lo atestigua el Evangelio de hoy. Precisamente porque están delante de Dios, pueden estar también muy cerca de los hombres. Los Ángeles nos invitan a descubrir que, como ellos, nosotros recibimos continuamente nuestro ser de Dios y somos llamados a estar delante de Él: esta es nuestra común identidad y verdad. ¡Dios está inscrito en el nombre de ellos y en nuestro nombre! Mirando de cerca a los tres Arcángeles, se hace aún más luminosa su fisonomía y más preciosa su misión.


Del Arcángel San Miguel, la Escritura presenta dos tareas, dos misiones. Miguel defiende la causa de la unicidad de Dios contra la presunción del dragón, el diabólico tentativo, en cada época de la historia, de hacer creer a los hombres que Dios debe desaparecer para que ellos puedan llegar a ser grandes.


Pero el dragón no acusa sólo a Dios; acusa también al hombre. Satanás es “el acusador de nuestros hermanos, el que los acusa delante de Dios día y noche” (Ap 12,10). Alejarse de Dios no hace grande al hombre, sino que, por el contrario, lo priva de su dignidad y lo hace insignificante. La fe en Dios, en cambio, defiende al hombre y lo hace libre, desvelándole, en Dios, su grandeza.


La otra gran misión de Miguel es ser protector del Pueblo de Dios (cfr Dn 10,13.21;12,1). Donde resplandece la gloria de Dios en la Santa Iglesia, allí se desencadena fuertemente la envidia del demonio. La cristiandad medieval comprendió bien esta específica misión de protección y dedicó al arcángel San Miguel espléndidas y atrevidas iglesias: basta pensar en el tríptico de abadías: S. Michele sul Gargano, la Sacra de San Miguel de Turín y la del Monte San Miguel en Francia. Son lugares sagrados que, incluso en su colocación geográfica (equidistantes 1.000 kilómetros y colocadas sobre un único eje orientado exactamente hacia Jerusalén), dan testimonio de la fe eclesial en su protección celestial sobre toda Europa. Hoy, más que nunca, es necesaria su poderosa protección.


San Gabriel es el mensajero de la Encarnación de Dios (Lc 1,26-38). Él llama a la puerta de María y, por medio suyo, Dios mismo pìde a la Virgen su “sí” para llegar a ser la Madre del Redentor. El Señor está incansablemente llamando a la puerta del mundo y a la puerta de cada corazón: “Miro que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, yo vendré y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20). Llama para pedirle la libertad de abrirle. Él, entrando en nosotros y habitando entre nosotros, desea que nuestra vida tenga el respiro de Dios y la grandeza del Cielo. En la comunión con Cristo, estamos asociados tambièn nosotros a la misión de Gabriel: llevar a los hombres la llamada de Cristo y darles la buena noticia de su presencia.

 
San Rafael, finalmente, es presentado en el libro de Tobías como el Ángel a quien se le confía la misión de curar. Cuando Jesús envía a sus discípulos en misión, a la tarea de anunciar el Evangelio le añade también la de sanar. Anunciar el Evangelio significa, ya por sí mismo, sanar, porque el hombre necesita sobre todo la verdad y el amor de Dios. El Arcángel San Rafael cura la comunión entre hombre y mujer. Cura su amor y les da la capacidad de acogerse mutuamente y para siempre. En segundo lugar, el libro de Tobías habla de la curación de los ojos que están ciegos. Hoy tocamos con las manos que estamos amenazados por la ceguera para con Dios. Cuando mayor sea el peligro por lo que sabemos sobre las cosas materiales y lo que podemos hacer con ellas, más podemos hacernos ciegos para la luz de Dios. No captamos más la realidad del cielo, abierto sobre nosotros. Esto empobrece la tierra y hace triste nuestra vida. Curar esta ceguera de los corazones con el anuncio de Cristo, es la tarea sublime que, junto a Rafael, se nos ha confiado. Sólo la experiencia de la presencia regeneradora de Cristo puede hacer brillar con luz nueva nuestra mirada y abrir el Cielo, en el cual los Ángeles “suben y bajan” sirviendo y alabando la comunión entre el cielo y la tierra.


Hoy, en los santos Arcángeles, el cielo de Dios brilla luminoso y se abre nuevamente para nosotros: como defensa y protección, como alegre anuncio de su presencia y como luz que sana nuestros ojos. Agradezcamos a Dios el don de estos poderosos Amigos e invoquémosles como protectores celestiales, juntamente con Aquella que es Reina de los Ángeles, para nuestro bien y el de toda la Iglesia.

Blas Silvestre

domingo, 11 de septiembre de 2011

Horario de Misas - ACTUALIZADO-

La página con el horario de Misas ha sido actualizado con el horario de invierno. (Será válido desde mañana lunes 12 de septiembre hasta el 31 de diciembre de 2011)

Podemos acceder a la página en el enlace permanente que se encuentra bajo la cabecera del blog o desde el siguiente enlace:

Antropología de la conciencia

ANTROPOLOGÍA DE LA CONCIENCIA

Introducción

Hemos venido reflexionando hasta aquí sobre la crisis de los valores, la historia del concepto de dignidad humana, el afrontamiento de los problemas que atañen a los individuos… Si algún hilo conductor puede ayudarnos a caminar pensamos que ha de ser el hilo de la antropología. Las discusiones sobre galgos o podencos se han adueñado de las mesas de las discusiones, cuando lo que está en juego es la vida del cazador, por continuar con la metáfora. Una antropología que se haga cargo del otro como otro y dé razón de mí, de mi ser-lnterrogación. En este hilo conductor hay un corte peligroso: el de la conciencia. De ahí la presente reflexión.

La conciencia centro de la moralidad

El punto de arranque del debate sobre la conciencia se sitúa en el catolicismo –y por extensión en el universo moral- en la alternativa: optamos por una “moral de la conciencia” como baluarte de la libertad, o elegimos una “moral de la autoridad” que regula hasta los aspectos más íntimos del actuar del individuo. El primer modelo  apela al principio clásico de la tradición moral según el cual la conciencia es la norma suprema que siempre se debe seguir incluso frente a la autoridad. El papel del Magisterio –en el caso del catolicismo y dentro del primer modelo-, puede proponer normas para la formación de la conciencia, pero con el fin de que ésta se forme un juicio autónomo.

En algunos planteamientos de este modelo se le concede a la conciencia un carácter infalible que es necesario que  contrastemos en esta reflexión.

Por supuesto que siempre se debe seguir el juicio de la conciencia, no actuar en contra de ella, pero la pregunta que se ha de plantear es la de si la conciencia tiene siempre razón, es decir, si es infalible. Si así fuera, que la conciencia de cada individuo es infalible, querría decir que no existe ninguna verdad, por lo menos en materia de moral y de religión, es decir, en los ámbitos de los fundamentos de nuestra existencia. Desde el momento que los juicios de conciencia se contradicen se tendría sólo una verdad del sujeto, que se reduciría a su sinceridad. No habría ni puerta ni ventana que pudiera llevarnos del sujeto al mundo circundante y a la comunión de los hombres. Sólo por fortuita coincidencia. Si amamos la libertad y amamos a la humanidad, nos hemos de abrir a algo más profundo para no quedarnos esclavizados de los reflejos de los condicionamientos sociales, ambientales, predominantes.

La conciencia errónea

Para avanzar en esta antropología de la conciencia hemos de entrar en el concepto de “conciencia errónea” como dimensión justificativa o no del juicio práctico de actuación del individuo. Y lo podemos hacer de la mano de un caso histórico aun presente en la mente de la humanidad. ¿Podemos conceder valor universal, es decir, eximir de responsabilidad moral actuaciones como las de las SS nazis? Estos llevaron a cabo sus atrocidades con fanática convicción y también con una absoluta certeza de conciencia. No hay ninguna duda de que Hitler y sus cómplices estaban absolutamente convencidos de su causa. Para algunos, esta convicción les eximía de su responsabilidad. Aunque sus atrocidades continúan estremeciéndonos. Y ello nos hace pensar que hay algo que no cuadra en la teoría del poder justificativo de la conciencia subjetiva reducida al yo individual y cargada de infalibilidad porque es “mi” conciencia. Un concepto de conciencia que lleva, llevó, a conclusiones como las que conocemos, tiene que ser falso. Una firme convicción subjetiva y la consiguiente falta de dudas y escrúpulos no justifican absolutamente al hombre. Existe la conciencia errónea y el sujeto debe luchar por salir de ella, saliendo de sí, abriendo la ventana al mundo alrededor.

La conciencia de culpa

La estructura antropológica de la conciencia no puede prescindir de la realidad de la culpa. Karl Jaspers nos lo explicó en sus conferencias del invierno 1945-1946 en la universidad de Heidelberg y que la psicología más rigurosa nos lo dice: el sentimiento de culpa, la capacidad de reconocer la culpa, pertenece a la esencia misma de la estructura psicológica del hombre. El sentimiento de culpa que rompe con una falsa serenidad de conciencia y que se puede definir como una protesta de la conciencia contra mi existencia satisfecha de sí misma, es tan necesario para el hombre como el dolor físico como síntoma que permite reconocer las disfunciones del organismo. Quien ya no es capaz de percibir la culpa está espiritualmente enfermo, es un cadáver viviente, una máscara de teatro. Son los monstruos, que entre otros brutos, no tienen ningún sentimiento de culpa. Quizá Hitler, Himmler o Stalin carecían totalmente de él. Quizá los padrinos de la mafia, los narcotraficantes, los terroristas no tengan ninguno, o quizá los tengan bien escondidos en el desván. También los sentimientos de culpa abortados… Todos los hombres tienen necesidad de los sentimientos de culpa.

Una vez más, en nuestras reflexiones, acudimos a las tradiciones de sabiduría que conforman un mundo digno del hombre. El Salmo bíblico 19,13 suplica a Dios: “¿Quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta. Preserva a tu siervo de la arrogancia para que no me domine; así quedaré limpio e inocente del gran pecado”. Aquí no se trata de objetivismo veterotestamentario, sino de la más profunda sabiduría humana: dejar de ver las culpas, el enmudecimiento de la voz de la conciencia en tan numerosos ámbitos de la vida es una enfermedad espiritual mucho más peligrosa que la culpa que uno todavía está en condiciones de reconocer como tal. Quien no es capaz de reconocer que matar es pecado, ha caido más bajo de quien todavía puede reconocer la maldad de su comportamiento, ya que se ha alejado mucho más de la verdad y de la conversión. La escena del fariseo y el publicano en su oración en el templo (Lc 18, 9-14) constituye un ilustrativo ejemplo. El juicio paradójico de Dios resalta que el fariseo ya no tiene conciencia de culpa. Este silencio de su conciencia lo hace impenetrable para Dios y para los hombres. El grito de la conciencia que no da tregua al publicano, hace que sea capaz de verdad y de amor.

Aproximación a la naturaleza de la conciencia

Desde lo reflexionado podemos decir ya que no se puede identificar la conciencia del hombre con la autoconciencia del yo, con la certidumbre subjetiva de sí mismo y del propio comportamiento moral. Este conocimiento puede ser, por una parte, un mero reflejo de las opiniones difundidas en el ámbito social. Por otra, puede derivar de una falta de autocrítica, de una incapacidad de escuchar las profundidades del espíritu. La identificación de la conciencia con el conocimiento superficial, la reducción del hombre a su  subjetividad, no libera en absoluto, sino que esclaviza, nos hace totalmente dependientes de las opiniones dominantes a las que incluso va rebajando de nivel día tras día. Quien hace coincidir la conciencia con las convicciones superficiales, la identifica con una seguridad seudorracional entreverada de autojustificaciones, conformismo y pereza. La conciencia se degrada a mecanismo de desculpabilización, mientras que lo que representa verdaderamente es la transparencia del sujeto por lo divino y por tanto también la dignidad y la grandeza específicas del hombre. Reducir la conciencia a la subjetividad es renunciar a la verdad. Desde luego se debe seguir la conciencia errónea como tal conciencia. Sin embargo, aquella renuncia a la verdad, ocurrida precedentemente y que ahora se toma la revancha, es la verdadera culpa, una culpa que en un primer momento mece al hombre en una falsa seguridad para después abandonarlo en un desierto sin senderos.

Guías de la conciencia

Newman. Recordemos la frase de Newman en la Carta al duque de Norfolk: "Si yo tuviera que llevar la religión a un brindis después de una comida, lo que no es muy oportuno hacer, desde luego brindaría por el Papa. Pero antes por la conciencia y después por el Papa". Para Newman la conciencia significa la presencia perceptible e imperiosa de la voz de la verdad dentro del sujeto mismo; la conciencia es la superación de la mera subjetividad en el encuentro entre la interioridad del hombre y la verdad procedente de Dios. Es significativo el verso que Newman compuso en Sicilia en 1833: "Me gusta elegir y entender mi camino. Ahora, en cambio rezo: ¡Señor, guíame tú!". Para Newman lo importante era el tener que obedecer más a la verdad reconocida que a su propio gusto, incluso el enfrentamiento  con sus propios sentimientos, con los vínculos de amistad y de una formación común.

Tomás Moro. Su fidelidad a la conciencia no fue de ningún modo la manifestación de una testarudez subjetiva o de terco heroísmo. El mismo se colocó entre aquellos mártires angustiados que solamente después de indecisiones y muchas preguntas se obligaron a sí mismos a obedecer a la conciencia: a obedecer a esa verdad que tiene que estar en mayor altura de cualquier instancia social y de cualquier forma de gusto personal.

Sócrates. En la disputa de Sócrates con los sofistas se pone a prueba la decisión crucial entre dos actitudes fundamentales: por una parte la confianza de que el hombre tiene la posibilidad de conocer la verdad, y por otra una visión del mundo en la que el hombre crea por sí mismo los criterios para su vida. El hecho de que Sócrates, un pagano,  haya llegado a ser, en un cierto sentido, el profeta de Jesucristo, encuentra su justificación en esta cuestión fundamental. Ello supone que se ha concedido al modo de filosofar inspirado en él, un privilegio histórico-salvífico, llamémoslo así, y que se le ha hecho molde adecuado para el Logos cristiano, por tratarse de una liberación a través de la verdad y por la verdad. Salvando las distancias históricas y terminológicas necesarias, en la controversia de Sócrates nos encontramos ante la cuestión que hoy nos afecta a nosotros. La renuncia a admitir la posibilidad de que el hombre conozca la verdad lleva en primer lugar a un uso puramente formal de las palabras y los conceptos. A su vez, la pérdida de los contenidos lleva a un mero formalismo de los juicios, ayer como hoy, Da lo mismo. En muchos ambientes uno no se pregunta, hoy, qué piensa un hombre. Se tiene ya preparado un juicio sobre su pensamiento en la medida en que se le puede catalogar con una de las correspondientes etiquetas formales: conservador, reaccionario, fundamentalista, progresista, revolucionario. La catalogación en un esquema formal hace que sea superflua la confrontación con los contenidos. Se entiende perfectamente que cuando los contenidos ya no cuentan, cuando lo que predomina es una mera praxología, la técnica se convierte en el criterio supremo. Pero esto significa que el poder, ya sea revolucionario o reaccionario, se convierte en la categoría que domina todo. Pero se ha olvidado que lo específico del hombre en cuanto hombre, consiste en su interrogarse no sobre el “poder”, sino sobre el “deber”, en abrirse a la voz de la verdad  y de sus exigencias. Este es el contenido de la investigación socrática y el testimonio de los mártires cristianos. Esta es la conciencia abierta a la verdad y no encerrada en su subjetivismo.

Naturaleza de la conciencia

Memoria

La tradición filosófica platónica en el pensamiento de San Agustín nos entregó un concepto de rico significado para la cuestión de la conciencia: la “memoria Dei”. Esta dimensión primera de la conciencia que llamaremos dimensión ontológica, estructural, constitutiva de la conciencia, la encontramos en San Pablo en su carta a los Romanos: “Cuando los paganos, que no tienen Ley (la Ley de Dios), hacen espontáneamente lo que ella manda, aunque la Ley les falte, son ellos su propia ley, y muestran que llevan escrito dentro el contenido de la Ley cuando la conciencia aporta su testimonio” (Rom 2, 14ss). San Basilio en su regla monástica escribe: “El amor de Dios no depende de una disciplina impuesta desde fuera, sino que está constitutivamente inscrito en nosotros como capacidad y necesidad de nuestra naturaleza humana” (Regulae, 2.1.). San Agustín también afirma: “En nuestros juicios no sería posible decir que una cosa es mejor o peor que otra si no tuviéramos imprimido dentro de nosotros un conocimiento fundamental del bien” (De Trinitate VIII, 3, 4). Si esto es así, significa que en esta dimensión ontológica de la conciencia ha sido infundido algo así como una originaria memoria del bien y de lo verdadero, que hay una tendencia íntima hacia todo lo que es conforme a Dios. Desde su raíz el ser del hombre advierte una armonía con algunas cosas y se encuentra en contradicción con otras. Esta memoria del origen no es un saber ya articulado conceptualmente, un cofre de contenidos que está esperando solo que los saquen.. Es un sentimiento interior, una capacidad de reconocimiento, de modo que quien es interpelado, si no está interiormente replegado en sí mismo, es capaz de reconocer dentro de sí su eco.

Juicio y decisión

Visto el primer nivel de la conciencia que hemos llamado ontológico, entramos en la segunda dimensión que es la del juzgar y decidir. El acto de la conciencia aplica esa íntima repugnancia al mal y esa íntima atracción hacia el bien, en terminología de Santo Tomas (S.T. I, q. 13, a. 79), a las situaciones particulares. Reconocemos la situación, la juzgamos y tomamos la decisión. Estaríamos en el proceso aristotélico de la deliberación, el juicio y la decisión. Siempre a partir de la memoria del bien que no hemos sofocado. Se podría hablar de una interacción entre una función de control y una función de decisión. Lo específico del conocimiento de las acciones morales no deriva exclusivamente del mero conocimiento o razonamiento. En este ámbito si una cosa es reconocida o no reconocida siempre depende también de la voluntad, que cierra el camino al reconocimiento o bien encamina hacia él. Ello depende de una impronta moral ya dada que por consiguiente puede ser ulteriormente deformada o mayormente purificada.

La búsqueda de la verdad

Es posiblemente, la renuncia más demoledora de lo humano que ha realizado nuestra época. Ciertamente es un camino arduo y difícil. Pero en su seguimiento, en la búsqueda del bien y de la verdad, el hombre descubre cada vez más belleza y descubre también que justo en ella está su auténtica liberación, la redendeción en terminología cristiana. La conciencia tiene como misión la búsqueda de la verdad.
La búsqueda de la verdad ha sido una constante a lo largo y ancho de la historia del hombre. No sólo como colectividad. El mismo individuo mentiroso bien que se enfada cuando se le miente a él. El mundo en el que vivimos tiene su propia característica en su búsqueda de la verdad: los éxitos de la ciencia le han hecho creer que finalmente posee la verdad. Y, sin embargo, la verdad ya no es buscada por ella  misma. Parece admitirse que la verdad es mutable, cambiante, ocupada sin cesar en transformarse, en contradecirse para superarse, de suerte que lo que hoy es tenido por justo, por verdadero, por moral, por honorable, por roca y base, mañana será puesto en tela de juicio y sin duda rechazado. Pero, ¿quién reemplaza al ideal de verdad, es decir, de inmutabilidad en la convicción que hasta ahora había constituido la base de la cultura? Cuando lo verdadero se borra, es reemplazado inmediatamente por lo que semeja parecérsele y que es todo lo contrario, a saber: el estado de hecho, la fuerza, la actualidad, la materia, el cuerpo, la política, el momento presente. Por eso, toda crisis de lo verdadero provoca inmediatamente un desarrollo de la potencia, una adoración de la fuerza, del hecho. El conocimiento, al progresar, liberará las fórmulas anteriores de sus imperfecciones, precisará las adaptaciones de la Verdad, pero lo Verdadero subsistirá. Hay mucho de erróneo en la asimilación moderna de la verdad con la sinceridad.  La sinceridad es la verdad para el sujeto. Es cierto que cada hombre se cree veraz. Y si se confundieran veracidad y sinceridad, habría tantas verdades como personas, lo que significaría que no habría ninguna, ya que el dominio de las verdades sería paralelo al de los gustos.

La búsqueda de la verdad no es una constante interrogación angustiosa que nos pone siempre delante la culpa. La novedad que nos propone el cristianismo afirma que el Logos, la Verdad en persona, es también al mismo tiempo la reconciliación, el perdón que transforma más allá de todas nuestras capacidades e incapacidades personales. Cuando la Verdad ha llegado nos ha amado y ha quemado nuestras culpas en su amor. Sólo cuando conocemos y experimentamos interiormente todo esto adquirimos la libertad de escuchar con gozo y sin ansia el mensaje de la conciencia.

Blas Silvestre.

 Bibliografía
Franz Böckle, Moral fundamental, Cristiandad, Madrid, 1980.
Joseph Ratzinger, Elogio de la conciencia, Lección Magistral Aula Magna del Rectorado de la Universitá degli Stidi de Siena, 1991.
Karl Jaspers, Cifras de la trascendencia, Alianza, Madrid, 1993.
Dietmar Meth (director), La teología moral en fuera de juego, Herder, Barcelona, 1996.
Karl Jaspers, El problema de la culpa, Paidós, Barcelona, 1998.
Aristóteles, Ética a Nicómaco, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2002.
Jean Guitton, Lo que yo creo,  Belacqua, Barcelona, 2004.
John Henry Newman, Apología pro vita sua, Encuentro, Madrid, 2010.
 Agustín de Hipona, Confesiones, Bibliteca de autores cristianos, Madrid, 2010.