miércoles, 6 de abril de 2011

Dolor del hombre, dolor de Dios - Por D. Blas Silvestre.

El Pasado lunes, pudimos asistir a la Charla Cuaresmal que impartió Don Blás sobre "Dios y el sufrimiento humano," preguntas como ¿porqué Dios permite que suframos si nos ama? ponen a prueba nuestra fe en medio del dolor .

Y es que a lo largo de nuestra historia nos hemos enfrentado a estas cuestiones, y no pocos filósofos y pensadores ateos han utilizado estas "contradicciones" para atacar los fundamentos de nuestra fe, como el célebre dilema de Epicuro (filosofo griego) que viene a decir "O Dios quiere eliminar el mal, pero no puede y entonces no es omnipotente; o puede hacerlo y no quiere, y en ese caso no es bueno; pero tanto en un caso como en otro no podemos llamarlo Dios"

Ante las imagenes de La Piedad de Miguel Ángel y La Trinidad de José de Ribera, ambas con un Cristo yaciente, nuestro Párroco trató de arrojar un poco de luz y dar respuesta a estas cuestiones.

Tanto para los que asistimos como para los que no lo pudieron hacer, podemos disfrutar de nuevo de la charla completa que de seguro nos ayudará a reflexionar.

Dolor del hombre, dolor de Dios


Introducción

¿Por qué el sufrimiento de los inocentes? ¿Por qué es inexplicable el dolor? Este es el grito de muchos de los orantes del salterio que lanzan a Dios una llamada semejante a la del Salmo 13: “¿Hasta cuándo seguirás, Señor, olvidándome? ¿Hasta cuándo me vas a retirar tu rostro?¿Hasta cuándo triunfará sobre mí mi enemigo? (Sal 13,2-3). Es el grito de abandono lanzado por el mismo Jesús en la agonía: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?  (Mc 15,34).
La Biblia está sembrada de este grito del inocente. En el salmo 88 también encontramos: ¿Por qué mi alma rechazas, lejos de mi tu rostro ocultas?...Ahuyentas tú a mis deudos y amigos, mi compañía es la tiniebla… Es el grito de desesperación de Job, de Qohélet, Jeremías, del poeta del Salmo 19:  “Maldito el día en que nací, el día en que mi madre me dio a luz no sea bendito…porque no me hizo morir en el seno materno. Mi madre hubiera sido mi sepulcro y yo eterna preñez de sus entrañas”.
La historia de la humana criatura está empedrada de este sentimiento de dolor y soledad. A veces subrayada por la crueldad de la misma criatura humana.

El dolor de Dios y nuestros dolores 

Desde pequeños, en la catequesis parroquial, se nos enseñó que Dios era omnipotente, omnisciente y amor en la mejor definición de san Juan. Nuestra natural inocencia no tenía ningún problema en hacer compatibles los tres atributos de nuestro Dios. Más adelante y, según hemos ido madurando, y ante situaciones de auténtica tragedia, se nos ha hecho difícil hablar de un Dios que es omnipotente, que lo sabe todo y que siendo amor misericordioso parece estar ausente de la tragedia humana y de la tragedia personal. ¿Por qué Dios no interviene ante la desgracia del inocente? ¿No es omnipotente y su amor es infinito? Se nos reproducen todos los gritos del salmista y de todas las criaturas que aun hoy gritan su angustia.
Hemos de tomar una postura nada cómoda. Acostumbrados a escuchar domingo tras domingo en la oración inicial de la misa, “Oh Dios, todopoderoso…”, nos va a ser muy difícil afirmar que Dios es amor pero no todopoderoso. Entre los vencedores y las víctimas, Dios sólo es creíble cuando se pone del lado de las víctimas, cuando es concebido capaz de sufrir. Meditar sobre la Divinidad que sufre es la única salida acerca del sufrimiento de las criaturas humanas.

Entrada en Auswich

Elie Wiesel, prisionero en Auswich, relata cómo se disponen a colgar a un niño ante miles de espectadores mientras el pequeño calla, todos tienen puesta su tensa mirada en él. Alguien, detrás de Wielsen, no puede contenerse más y grita: “¿Dónde está el buen Dios?, ¿dónde está?”. A una señal del jefe del campo los soportes se vienen abajo. Detrás sigue oyéndose la pregunta del mismo hombre: “¿Dónde está ahora Dios?”. Y yo, dice Wiesel, sentía en mi una voz que le respondía: “¿Dónde está? Míralo, está ahí colgado de la horca”.

Dietrich Bonhoeffer, desde la agonía de su lager nazi lo escribía de esta forma: “Dios es omnipotente y débil en el mundo, y así y solamente así, está con nosotros y nos ayuda…Cristo ayuda no en virtud de su omnipotencia, sino en virtud de su sufrimiento”.

Los calvarios de nuestro mundo

Pero no hemos de ir demasiado lejos ni en la historia, ni en la geografía. Cerquita de nosotros podemos decubrir, si queremos, el grito de dolor y soledad.

a) La unidad de cuidados intensivos de los hospitales. 
Una mujer fuertemente dañada en el cerebro por un accidente de tráfico. Se nos invita a hablar por el telefonillo como forma de estimularla por medio del oído. Al cabo de cuatro meses no sabíamos si entendía ni cual era el nivel de su percepción. Tres años después ha avanzado en sus respuestas reflejas gracias a la fisioterapia y al trabajo de sus familiares, aunque no sabemos su nivel de conciencia.
El milagro esperado, no se ha producido. El milagro más bien se ha producido en sus familiares: nosotros y Dios la hacemos persona. En tanto nos dirigimos a ella, esperamos de ella y la amamos.

b) Los discapacitados psíquicos
¿Quién no ha conocido en su casa o no muy lejos la fragilidad del psiquismo humano? ¡Qué sentimientos de angustia nos provoca! Y sin embargo, ahí está Jean Vanier y sus comunidades del Arca, el proyecto síndrome Down en tantos lugares de Iglesia para decirnos que es posible convivir con niños con el síndrome, enfermos mentales, reestructurando nuestras vidas, contando con ellos, haciéndoles protagonistas, sabiendo que el amor constante y creativo con ellos hace milagros.
¿Es Dios quien no escucha nuestra petición de curación o somos nosotros quienes no estamos dispuestos a regalar nuestro tiempo para escuchar a los enfermos? Algunos han decidido tener tiempo ¡Como Dios!

c) Ruanda, los Grandes Lagos, Irak, Palestina, Haití, Japón… en medio de tantas miserias, cuántos testimonios de vida en la muerte.

Ante el poder del mal sin remedio y sin sentido, ¿por qué Dios no interviene?

En el Vía Crucis de la vida estamos dentro. El problema es el papel que representamos. Si somos Jesús la víctima inocente. O los soldados ejecutores de la injusticia. Los ideólogos que la justifican al estilo de Caifás. Los Pilatos que se lavan las manos.
La masa del pueblo que se vuelve en contra de Jesús. El Cireneo al que alcanzan las consecuencias de la injusticia. Los discípulos desaparecidos. Las mujeres que se lamentan por la víctima. Las marías que sufren más porque eran sabedoras del amor que había en Jesús… Por tanto, desde dentro y desde nuestro papel en la pasión del mundo, ¿qué experiencia hacemos nosotros de Dios en medio de los calvarios que nos toca vivir? Podemos adoptar la actitud de protesta creyente, como Job. O como protesta incapaz de creer, al estilo de Camus. Quizá nos asalta el temor y el temblor ante la potencia del mal. Otros miran al crucificado y ven a un Dios que se duele por la muerte de sus criaturas. Pero, ¿por qué no interviene Dios? No interviene ante los que le retan “A ver si viene Elías a salvarlo” (Mc 15,36). Estos habían perdido el sentido de Dios, no creen en El, no esperan nada de El. En cambio, el centurión de Marcos no había perdido el sentido de Dios y era modelo del verdadero creyente: “Realmente este hombre era el Hijo de Dios” (Mc 15,39).
En la cruz, aunque lo supimos después de la resurrección de Jesús, Dios comenzaba una nueva creación (Mt 27,51). En la cruz, en la “hora” de Jesús, santificó Dios su Nombre en la tierra, lo glorificó y de este modo glorificaba a Jesús. En la cruz, el amor de Dios no falló, ni en Jesús ni en el Padre. Resistió fuerte el amor; más fuerte y tensado en su infinita ternura por aquel dolor humano y divino. Y pudo resistir porque nos iba a mostrar la muerte como un paso, como una transición, como un éxodo. Iba a quitarle a la muerte su aguijón, porque el amor se mostraría más fuerte y resistente que la misma muerte, y no sólo “tan fuerte como la muerte”. Después de la última palabra que significaba la muerte para los humanos, iba a quedar en pie la primera y ultimísima Palabra de Vida que era el Amor, Dios. En la cruz contemplamos la paradoja de una muerte que da vida. Pronto releyeron los discípulos de Jesús su pasión a la luz de los cánticos del Segundo Isaías sobre el Siervo de Yahvé ·cuyas heridas nos curaron”. En la cruz colgaba el “amado” del Cantar de los Cantares, el Amado de Dios y el Amado de las humanas criaturas, que así lo vio y cantó san Juan de la Cruz, en sus poemas:
“Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste, habiéndome herido, salí tras ti clamando, y eras ido” (Cántico espiritual)

¿Realmente, Dios sufre cuando el hombre sufre? 

La imagen más importante que la Biblia usa para el dolor de Dios en el mundo es la imagen tomada de la experiencia de las mujeres: la imagen del parto. Cuando Isaías habla del Siervo de Yavé dice:
“Desde antiguo guardo silencio,
me callaba, aguantaba;
como parturienta grito,
jadeo y resuello.
Agostaré montes y collados,
secaré toda su hierba,
convertiré los ríos en yermo,
desecaré los estanques;
conduciré a los ciegos
por el camino que no conocen,
los guiaré por senderos que ignoran;
ante ellos convertiré la tiniebla en luz,
lo escabroso en llano”.
Esto es lo que haré
y no los abandonaré (42, 14-16).

En Jn 16, 20-22 dice Jesús:
“Vosotros estaréis tristes pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. La mujer, cuando va a dar a luz siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre. También vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a vosotros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os arrebatará esa alegría”.

¿Cómo se efectúa la transformación de un dolor estéril y absurdo en dolor de Dios? ¿Cómo se vincula nuestro dolor con el dolor de Dios?
Mis años de convivencia con los católicos latinoamericanos, me enseñaron a convertir la “tristeza del mundo” en dolor de Dios; y desde mi dolor en el dolor de Dios, recuperar la alegría. Desde mi análisis burgués de la realidad, difícilmente llegaba a una inmune solidaridad. Su alegría y confianza en Dios me abrían a una solidaridad creyente capaz de convertir la tristeza -carencias, falta de recursos, sueldo irrisorio, limitación de la libertad, enfermedad e impotencia-, en alegría de Dios. “Hoy sentimos tristeza, pero, con el favor de Dios, la tristeza se convertirá en alegría”.
En el dolor, el creyente ya vislumbra la luz, “el pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz; a los que habitaban en sombres de muerte, una gran luz les ha brillado” (Is 9,11). Son palabras que nos llegan del dolor de Dios. Sólo el que abarca todo, luz y tiniebla, nos puede hacer ver ya la luz en la tiniebla.
En nuestra tradición católica española desde pequeñitos se nos enseñaba a ofrecer a Cristo nuestros sufrimientos. Y así continuamos diciéndoselo a los enfermos. A los ilustrados, agnósticos o creyentes, les parece, por decirlo suavemente, una bobería. Una teología trasnochada. Pero no es la tecnología la que hace soportable el sufrimiento, sino la actitud que se tiene ante el sufrimiento. ¡Cuántos de nuestros enfermos nos lo testimonian! Y multitud de situaciones catastróficas nos lo hacen ver. Para adoptar la actitud debida ante el sufrimiento necesitamos la esperanza teológica que vincula nuestro dolor con el dolor de Dios.
En la práctica católica de ofrecer el sufrimiento se mantiene viva la experiencia cristológica del sufrimiento que purifica, reconcilia, salva. Y no desaparece la libertad del individuo. El sufrimiento no sólo se padece, se asimila. Es parte de mi vida, de mi libertad. Me puedo sentir mordido por ese sufrimiento o puedo elegir ofrecerlo a Cristo: “nadie me quita la vida, yo la doy”. No sólo no desaparece la libertad del ser humano, sino que además, al ofrecer mi sufrimiento por los demás brilla la mejor solidaridad teológica pues, al entregárselo a Dios, redunda en bien de todos.

La ayuda de los pintores

En la portada del libro de mi amigo Pepe Vidal que tenéis en la bibliografía y que nos ha servido de guía en la redacción de este artículo, aparece La Trinidad del valenciano José de Ribera. Vidal la eligió porque, nos dice, contemplé plasmada allí una intución teológica de los últimos tiempos que hablaba del “Dios crucificado”. Pepe Vidal asoció esta Trinidad de Ribera a la estructura formal de la Piedad, pero esta vez el Padre ocupaba ellugar de la Madre. La pietas, virtud de la excelencia humana, capaz de acoger y sostener la debilidad y fragilidad del otro, la habían incluido Eneas respecto de su padr Anquises, María respecto de su hijo Jesús, y Dios, el Padre eterno y su Espíritu de amor, respecto de su Hijo amado. Por Él, la piedad se nos reveló como la virtud de la excelencia divina para con todos los hombres. Miguel Ángel la había expresado en su Pietá para Vitoria Colonna. Asombra la reelaboración de Ribera por su riqueza y calidad. El Padre mira hacia quienes hemos depositado a su Hijo en su regazo, lo acepta dolido, pero sereno, y con su mirada nos regala su perdón, su paz y su Espíritu.

Salida desde Auschwitz

“Voy a ayudarte; Dios mío, a no apagarte en mi”
Etty Hillesum, mujer judía holandesa desaparecida en los campos de exterminio nazi nos dejó este pensamiento que ella vivió en Auswichtz.

“Dios mío estos tiempos son tiempos de terror. Esta noche por primera vez, me he quedado despierta en la oscuridad, con los ojos ardientes, mientras desfilaban ante mi imágenes de sufrimiento. Voy a prometerte una cosa, Dios mío, una cosa muy pequeña: me abstendré de colgar en este día, como otros tantos pesos, las angustias que me inspira el futuro. Pero esto requiere cierto entrenamiento. De momento, a cada día le basta su pena. Voy a ayudarte, Dios mío, a no apagarte en mi, pero no puedo garantizarte nada por adelantado. Sin embargo hay una cosa que se me presenta cada día con mayor claridad: no eres tú quien puede ayudarnos, sino nosotros quienes podemos ayudarte a ti y, al hacerlo, ayudarnos a nosotros mismos. Esto es todo lo que podemos salvar en esta época, y también lo único que cuenta: un poco de ti en nosotros, Dios mío”.

Blas Silvestre.


Bibliografía
Ellie Wiesel, La noche, el alba, el día, Muchnik, Barcelona, 1983
Etty Hillesum, El corazón pensante de los barracones. Cartas, Anthropos, Barcelona, 2001
Dorothee Sölle, Reflexiones sobre Dios, Herder, Barcelona, 1996
José Vidal Taléns, Encarnación y cruz. El mayor amor y la mejor esperanza, Facultad de Teología, Valencia, 2003